lunes, 16 de junio de 2008

LA EDUCACIÓN DE NUESTROS HIJOS


La llegada de un nuevo niño o niña a una familia supone para sus padres aceptar el inicio de un largo viaje en el que acompañarán a su hijo hasta que se haga adulto. Un viaje que conocemos con la palabra educación; un viaje que todo padre y toda madre emprenden siempre, aunque no quieran o no se den cuenta. La familia siempre educa y esto se aprecia, si nos fijamos, en pequeños detalles como los gestos, la forma de hablar, o los gustos de los niños, que muy a menudo son similares a los de sus padres.
El viaje de la educación de nuestros hijos necesita un “guía”. Este es el papel del padre y de la madre: estudiar los mapas, ver dónde están las cuestas y las curvas, dónde hay que frenar, dónde acelerar, dónde girar, dónde hay que llevar de la mano y dónde hay que soltar. Como todo viaje tendrá sus riesgos e incertidumbres, porque habrá días de sol y días de lluvia, pero tendremos como recompensa la emoción de descubrir juntos cosas y personas nuevas. Si nuestros hijos se sienten seguros y protagonistas de este viaje, sin duda alguna, nos lo agradecerán.
Una de las funciones que tenemos como “guía” es establecer límites. Límites claros, precisos y coherentes. Normas de comportamiento sencillas, justas y que deben respetarse siempre y en todo lugar, independientemente de nuestro estado de ánimo. El tomar conciencia de los límites es de suma importancia para que los niños aprendan a discernir entre las conductas apropiadas y las que no lo son, cuestión fundamental para vivir en sociedad. Es importante que los niños sepan cuáles son estas normas y que sean asumidas sin discrepancias por todos los miembros de la familia porque así las interpretarán como una señal de respeto y afecto y, por otra parte, les darán seguridad. Durante los primeros años de vida quizá no sea necesario que haya normas muy numerosas, pero se irán fijando progresivamente mediante el refuerzo de las que se van consiguiendo. Por ejemplo: es más eficaz alabar o felicitar al niño tras haber realizado un progreso o después de haber hecho bien algo concreto, que prometerle un premio para que lo haga. Si somos un poco hábiles con estos refuerzos, señalando exactamente aquello que nos ha gustado, tendremos que recurrir en pocas ocasiones a los castigos, que reservaremos para circunstancias excepcionales como es el caso de conductas que puedan derivar en un accidente. Si no hay más remedio que imponer un castigo, lo conveniente es que sea proporcional a la gravedad de la conducta que queremos corregir, inmediato a ella y su cumplimiento íntegro e inexcusable; de lo contrario, no haremos más que confundir al niño. Por supuesto, nunca emplearemos la violencia física o el insulto.
Como hemos visto, educar a un niño significa ser su “guía” en el viaje que hacemos juntos, darle seguridad y confianza, pero también proporcionarle elementos para que después pueda seguir su viaje solo. Uno de estos elementos es lo que se denomina autoestima. Este elemento es fundamental para la felicidad actual y futura de nuestros hijos, para que puedan actuar con libertad, asumir responsabilidades, integrarse socialmente y alcanzar sus propias metas, aceptando éxitos y fracasos. En un excelente artículo disponible en la web de la Asociación Española de Pediatría de Atención Primaria, la pediatra Concha Bonet Luna y la pedagoga Margherita Brusa nos dan algunas pistas para que los niños desarrollen su autoestima:
Desarrollar la responsabilidad del niño en un clima de aprendizaje, dándole la oportunidad de desarrollar tareas en un ambiente cálido, participativo e interactivo.
Darle la oportunidad para tomar decisiones y resolver problemas, mostrando confianza en sus capacidades y habilidades para hacerlo.
Reforzar positivamente las conductas siendo efusivo, claro y concreto.
Establecer una autodisciplina poniendo límites claros, enseñándoles a predecir las consecuencias de su conducta.
Enseñarles a resolver adecuadamente el conflicto y a aprender de los errores y faltas como algo positivo, habitual en el crecimiento y en la vida en general.
Usar algunas reglas básicas del lenguaje: Distinguir entre conducta e individuo, esto es, no globalizar ni personalizar.
En cuanto a este último punto, merece la pena que nos paremos a reflexionar sobre cómo es la comunicación con nuestros hijos. Se ha dicho muy acertadamente que para una buena comunicación, más importante que saber hablar es saber escuchar. Tenemos que aprender a escuchar, y para ello necesitamos tener y dar el mejor regalo para un hijo: el tiempo. Una buena estrategia es reservar momentos para disfrutar juntos y poder dialogar cuando estemos tranquilos, relajados y no agobiados por la prisa, el cansancio o un enfado. La forma de escuchar, y también de hablar, depende por supuesto de cada edad, pero en cualquier caso los niños tienen que sentir que les prestamos atención puesto que para ellos es importante lo que nos quieren comunicar con sus palabras, sus gestos o sus silencios. Precisamente por ello tenemos que estar atentos en el día a día, preguntarles, tocarles, hablarles a menudo y no dejarlo para cuando tienen una rabieta o hacen una trastada.
El respeto mutuo es una base fundamental para el diálogo. También lo es que seamos coherentes con lo que sentimos, lo que decimos y cómo lo decimos. Los niños pequeños en especial, son muy sensibles al lenguaje “no verbal”, es decir, nuestros gestos, miradas y tono de voz. En el caso de los niños más mayores, será necesario explicar el porqué de las normas. Mas adelante, en el caso de los adolescentes, tendremos incluso que desarrollar habilidades de negociación. Por otra parte, tenemos la obligación de ser sinceros con nuestros hijos; responder honestamente a sus preguntas, intentando adecuar nuestras respuestas a lo que puedan entender; y si no sabemos algo, admitirlo y tratar de encontrar con ellos la respuesta.
Comunicarse es también aprender a hablar desde el “yo” y concretando al máximo. Por ejemplo, si no nos gusta que el niño tenga la habitación desordenada le diremos con firmeza exactamente eso: “Me disgusta y enfada que tengas el cuarto desordenado, así que me gustaría que metieses tus juguetes en el armario ahora mismo”. Si en cambio nos limitamos a decir: “Eres un desastre y un desordenado, ¿cuándo cambiarás?”, el niño probablemente no sabrá por qué se lo decimos, ni qué es lo que tiene que hacer. En este sentido también es primordial evitar hacer juicios de valor y, por supuesto, insultar o menospreciar. Por ejemplo, si el profesor del niño nos dice que no ha hecho los deberes, evitaremos decirle sin más: “Eres un vago, un mentiroso, un caradura y seguro que no llegarás a ser nada en la vida”. En cambio será más constructivo preguntarle por qué ha mentido, al mismo tiempo que le señalamos nuestro disgusto porque no ha cumplido con su deber y que esperamos sinceramente de él que haga lo posible para aprobar.
En definitiva, educar también implica la capacidad de evaluar los aciertos y errores del viaje y la posibilidad de corregir el trayecto, con humildad pero con decisión.
Para finalizar, vuelvo al principio. Necesitamos nuestros propios mapas para el viaje de la educación. Unos mapas que, afortunadamente, no se venden en ningún sitio y, por tanto, tenemos que dibujar nosotros mismos. ¿En qué valores queremos educar a nuestros hijos?, ¿sólo los materiales?, ¿vamos a desaprovechar la oportunidad de proponerles los valores del respeto, la verdad, la justicia, la solidaridad,...? Aún tendremos que hacernos algunas preguntas más. ¿Qué hábitos queremos inculcarles?, ¿sólo la TV, la videoconsola y la hamburguesería, o también el estudio, la lectura y el deporte? Recordemos que la familia siempre educa y que los niños, a menudo, se parecen a sus padres.